La paradoja del turismo de masas es que los destinos turísticos están simultáneamente llenos y vacíos: llenos de turistas (y a los turistas no suele gustarnos que haya turistas), y vacíos (cada vez más) de aquello por lo que hacíamos turismo, esto es, visitar un lugar distinto del nuestro, donde los locales realizan sus actividades cotidianas de trabajo y ocio tal como lo han hecho siempre, o sea, como si no hubiera turismo. Esta paradoja es particularmente evidente en el caso del turismo “de interior” y del turismo patrimonial. Ha hecho que redescubramos en el ámbito turístico lo que Ortega y Gasset advirtió hace un siglo: que todo está lleno, que hay gente por todas partes, haciendo cola y ocupando teatros, cafés y paradas de tranvía. La reflexión sobre la cultura de masas empieza por ver y sentir las aglomeraciones (Ortega, 1929). El sobreturismo es la palabra para el fenómeno; las tasas turísticas una posible solución.
Recientemente participé en una mesa redonda sobre turismo, patrimonio y sostenibilidad en el marco de La Noche Europea de los Investigadores. El público en general está sensibilizado con el problema, y prefiere oír las críticas en lugar de las ventajas del turismo. Por eso hay que recordarlas, aunque sea rápidamente. La industria turística ha sido y es una palanca poderosa para salir de la pobreza, porque moviliza una gran cantidad de mano de obra y no requiere, en principio, tecnologías punta. El turismo representa el 3% del PIB mundial, y el 5% del empleo mundial (UNWTO). En el caso de España, el 13% del PIB, permitiendo en los últimos años mantener un crecimiento económico superior a la media de la Unión. Actualmente, el 20% del PIB de Albania depende del turismo. Con otras palabras, sin turismo el país sería un 20% más pobre. Además, los turistas extranjeros son una fuente de divisas, especialmente importante en países donde no es fácil conseguirlas. Aunque es obvio, recordemos que mediante las divisas se pueden comprar cosas que no hay en nuestro país o que aquí son más caras. Igualmente, y contra la opinión que empieza a generalizarse, los turistas hacen poco uso de los servicios públicos pagados con nuestros impuestos, puesto que permanecen poco en el lugar que visitan. Finalmente, una ventaja extraordinaria del turismo estriba en ser una transacción donde los compradores se desplazan a donde está el producto, en lugar de tener que transportarlo allí donde es consumido. Por ejemplo, si queremos exportar ropa, aceite de oliva o cobre, hay que buscar la manera de transportarlos a su lugar de destino. En cambio, el turismo permite exportar bienes que no pueden moverse de sitio, tales como una playa, una experiencia gastronómica, o el patrimonio material e inmaterial (The Economist).
Casi todo lo bueno tiene su parte mala. La característica anterior permite abrir mercados para los productos locales, pero también mercantiliza bienes que no surgieron para eso, como el patrimonio cultural. Además, los perjuicios de la actividad turística se concentran en los lugares donde se produce (por ejemplo, ruido o basuras), pero los beneficios son más difusos, e incluso pueden “fugarse” a otros sitios, tales como a las sedes extranjeras de compañías áreas u hoteleras (aunque también a los países de origen de los emigrantes empleados en el sector cuando envían remesas a sus familias). En algunas ocasiones, la concentración de los perjuicios es tan grande que amenaza la continuidad del propio bien explotado turísticamente. Análogamente a la explotación de un yacimiento minero, la solución (o tentación) es buscar nuevos yacimientos turísticos, con el riesgo de ir agotándolos a su vez, como ha sucedido con el entorno natural de buena parte de las costas españolas, y puede suceder con los llamados “Patios de Córdoba”, o con cualquier casco histórico.
En general, los beneficios y perjuicios del turismo son proporcionales al número de turistas. Pero una gran cantidad de ellos en un destino no equivale a sobreturismo, igual que puede haber miles de espectadores en un estadio sin que eso ponga en riesgo ni el espectáculo, ni los espectadores ni el edificio. ¿Cuántos turistas son demasiados? El problema del sobreturismo aparece cuando se supera cierto número por encima del cual los perjuicios superan los beneficios. Este balance no es fácil de hacer. Por ejemplo, perjuicios: ¿para quiénes o qué?; beneficios: ¿para quiénes? En todo caso, la solución remite a los conceptos de capacidad de carga y punto de no retorno a los que me referí en El tipping point del patrimonio. En la definición de Glasson (1994), la capacidad de carga es el número de visitantes que una ciudad de arte puede absorber sin impedimentos para las demás funciones sociales y económicas. Considerando que el sobreturismo radica en que se ha superado la capacidad de carga, las tres soluciones repetidas en el debate social actual sobre el tema (dejando aparte la negación de que haya sobreturismo), consisten en diversificar, desestacionalizar e imponer una tasa turística. La diversificación supone llevar los beneficios e inconvenientes del turismo a otros lugares, con el implícito de que en ellos no se superará la capacidad de carga en mucho tiempo, al menos no antes de que hayamos encontrado otras soluciones. La diversificación, además, parece ser una cuestión de justicia redistributiva, especialmente de las capitales para con sus pueblos. La desestacionalización implica disminuir el número de turistas en una fracción de tiempo, pero no implica hacerlo en todo el periodo. Es una solución bastante deficiente para la preservación de ciertos patrimonios, sobre todo inmateriales: una fiesta convertida en reclamo turistíco no recupera su sentido original cuando se repite en otras fechas para evitar su masificación; un barrio turístico no vuelve a ser una zona residencial porque haya menos turismo durante seis meses comparado con el turismo que había solo en tres. Lo que está ocurriendo es que la definición de Glasson es inadecuada: la capacidad de carga tiene que referirse a períodos (es una variable flujo en lugar de stock), pero ya me referí a ello en otra entrada.
En lo que sigue me ocuparé de la tercera solución: la tasa turística. Como nada hay tan seguro como la muerte y los impuestos, según dijo Franklin, y como casi cualquier cosa puede devenir hecho imponible, es muy probable que se establezcan cada vez más tasas turísticas. Sin duda supondrán mayores ingresos para el Estado, y quizás para los ayuntamientos, que son la administración más cercana a donde el turismo suele producir los daños. Otra cuestión es si las tasas podrán paliar el sobreturismo, y otra también, si son justas. Para empezar, hay cuatro tipos posibles de tasas turísticas (Hughes 1981), según se impongan a los visitantes o a los alojamientos, y también según tengan un importe específico (por ejemplo, 6 euros por turista o 6 euros por pernoctación), o variable (por ejemplo, el 6% del precio de cada noche de alojamiento, o el 6% de la recaudación del alojamiento turístico).
Al valorar cualquier política habría que preguntarse, por un lado, si logra los objetivos perseguidos y, por otro, si es es justa (son dos cosas diferentes porque habría que demostrar que una política deviene justa por el mero hecho de ser efectiva). Por ejemplo, las tasas específicas no tienen en cuenta la capacidad de pago del turista, discriminando a los menos pudientes. En el caso de los extranjeros, además, estos turistas ni siquiera pueden manifestar su descuerdo mediante el voto. En una democracia, al menos en teoría, la cuestión de la posible injusticia de una política impositiva se resuelve mediante la retirada de apoyos al partido que la promueve. Esto no es posible si los turistas son extranjeros. Por otra parte, tanto si la tasa es específica como variable, es bastante dudoso que su importe corresponda al perjuicio ocasionado por el turista-contribuyente; con otras palabras, pagarán justos por pecadores, y más en el caso de turistas nacionales que podrían ser gravados dos veces por lo mismo (por la construcción de carreteras o desaladoras en las zonas turísticas, por ejemplo). Si es así, entonces el nombre de tasa es inadecuado, porque no corresponde al pago por recibir un servicio público, sino que es un tributo semejante al arancel que grava la exportación de una mercancía.
En cualquier caso, ¿serían efectivas las tasas turísticas para frenar el sobreturismo? El probable crecimiento de las tasas turísticas está justamente en que no lo frenarán. Quiero decir que son una nueva fuente de ingresos públicos para los destinos turísticos más importantes que no impedirá que los turistas sigan visitándolos. Quienes van a alguno de los sitios que “hay que ver” no cambiarán sus preferencias por un aumento del precio, salvo que este fuera comparativamente muy alto. El motivo es que tales lugares (digamos Sevilla, Ibiza o la Fiesta de los Patios de Córdoba) tienen pocos sustitutivos. Precisamente porque internet y las redes sociales han descubierto muchos destinos posibles, hay algunos que todo el mundo sabe que son los más visitados y, por tanto, los que uno “debería visitar antes de morirse” (la bucket list). Por lo tanto, las tasas turísticas disminuirán en todo caso el número de turistas en lugares que tienen sustitutivos (destinos de playa por ejemplo), y de donde los tour operadores pueden retirar el flujo de turistas ante una subida de costes para redirigirlo hacia destinos similares pero más baratos. En consecuencia, en los destinos turísticos estrella la tasa podría proporcionar fondos para paliar los impactos negativos de turismo, o del sobreturismo, aunque no sirva demasiado para combatir este último, precisamente porque no ocasionará una disminución significativa de turistas.
Pero incluso en estos destinos turísticos (o “productos turísticos”) que podrían soportar una tasa, habría que considerar dos inconvenientes. Uno es que las tasas turísticas representan otra forma más en que los Estados recopilan información sobre las preferencias y movimientos de la gente y, por tanto, un potencial instrumento de más control. Y otro, es que la tasa turística es otra vuelta de tuerca en la mercantilización de lugares y patrimonios, precisamente lo que queremos combatir. Exigir una cantidad de dinero, aunque sea exigua, para entrar en Venecia transmite el mensaje de que no se entra en una ciudad sino en un parque temático. Con ello, las tasas turísticas expresan, paradójicamente, el destino de las ciudades patrimonio, convertidas en puramente patrimoniales. Simmel, en 1907, ya decía que en Venecia “todas las personas se mueven como en un escenario” (Simmel, 2007).
Del problema anterior podemos pasar fácilmente a la perspectiva del turista, quien por ser turista de masas parece convertido en una excrecencia dañina. Las tasas impuestas al alojamiento, y más las de visitantes, suponen una limitación a la libertad de movimiento. La tasa de cinco euros para visitar Venecia un solo día es el caso paradigmático (Hosteltur). Los precios establecidos para entrar en un museo u otros sitios turísticos, no limitan la libertad de movimiento porque el problema es el de las tasas que restringen, mediante un precio, el acceso a un lugar público como es un ciudad (quizá el concepto de sitio público por antonomasia). Con ello, las tasas turísticas manifiestan, por un lado, el coste del derecho al turismo, y por otro las futuras violaciones a este joven derecho. El turismo comenzó siendo un privilegio, luego un bien conspicuo (Veblen 1899), y el turismo de masas lo ha transformado en un derecho. Millones que han salido de la pobreza (por ejemplo chinos o árabes) reclaman su derecho a hacer turismo. Y parece justo, al menos porque tal derecho es una concreción de otros fundamentales como la libertad de movimiento (art. 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), o de opinión (art. 19). Es el ejercicio de este derecho lo que provoca el sobreturismo. Lo que podríamos llamar tasas venecianas (las impuestas al visitante y no al alojamiento, con importe específico y finalidad disuasoria), son una restricción flagrante de ese derecho al turismo. No mantengo que no puedan justificarse. Por ahora solo me parece que su establecimiento desenmascara al turista como ese extranjero o forastero que no tiene más derecho de estar aquí que el que los de aquí le concedamos. Si hasta ahora le habíamos animado a venir es solo porque porque nos interesaba.
Referencias
Hughes H. L. (1981). “A tourism tax- the cases for and against”. International Journal of Tourism Management September 1981.
Simmel, G. (2007), Roma, Florencia, Venecia. Gedisa.
Ortega y Gasset, J. (1989). La rebelión de las masas. Andrés Bello.
Veblen, T. (2010). Teoría de la clase ociosa. FCE
Muchas gracias Rafael. Muy interesante. Aunque resulte increíble, el problema encierra cierta semejanza con la paradoja que se vivió hace décadas con los espacios naturales hoy protegidos. Eran espacios de excepcional interés ecológico, paisajístico, etc. Pero para protegerlos, hubo que desarrollar e implementar una legislación que, finalmente, impedía o limitaba extraordinariamente la accion de aquellos agricultores y ganaderos que habían hecho posible que dichos espacios existiesen.
ResponderEliminarGracias Pedro. Muy interesante lo que dices. En el mundo rural hay una oposición parece que insalvable entre la población local (agricultores, ganaderos) y los simpatizantes del ecologismo. Los "ecologistas" son percibidos como una bestia negra que debería desaparecer. Y lo curioso es que ambos grupos tienen intereses genuinos y honestos en lo mismo, la protección de la naturaleza, a pesar de sus diferencias. Y en el turismo podría estar surgiendo una fractura semejante entre las personas que viven del turismo y quienes están interesados en la sostenibilidad turística.
EliminarEnhorabuena Rafa por el texto, porque trata asuntos clave en un ámbito donde encontramos mucho análisis precipitado y demasiados aspavientos. Puestos a desarrollarlo, creo que sería importante contar con estudios no tanto de la "riqueza" que el turismo crea en términos de PIB, sino de como esta se (re)distribuye. El turismo también puede ser generador de pobreza, por ejemplo, al incidir en el precio de la vivienda y por tanto, disminuir la capacidad de consumo de las poblaciones locales. Por eso, estando de acuerdo en lo problemático de las tasas, añadiría la necesidad de pensarlas como medidas que repercutan en una mayor sostenibilidad - laboral, acceso a la vivienda, patrimonial, medio ambiental, etc. de los lugares que inevitablemente vamos a seguir visitando -porque son insustituibles-. A lo mejor todo pasa por no gravar al turista y sí a la industria.
ResponderEliminarGracias por leer y comentar. Por supuesto el tema es complicado y muchas facetas. Pienso que el turismo enriquece muchísimo más de lo que empobrece, y que las empresas ya pagan (aunque no sé si algunas deberían pagar aún más). Más bien creo que la cuestión es cómo emplea el Estado las cantidades recaudadas, o cómo se estimula la participación de las empresas en la contribución a los bienes públicos que utiliza el turismo (patrimonio natural y cultural), o en cómo se diseñan las políticas urbanísticas para que sea más agradable vivir en unas zonas que en otras. En el caso de Córdoba, es obvio que la ciudad crece en extensión (y la patronal de constructores quiere que también crezca en altura), aunque hemos perdido habitantes en los últimos diez años (https://es.wikipedia.org/wiki/Córdoba_(España)#Demografía)
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