Sopa de Tomate y triunfo de "Los Girasoles"


                                    

Van Gogh pintó siete cuadros de girasoles, de las cuales se conoce el paradero de cinco. Uno de estos cuadros es propiedad de la National Gallery de Londres, museo que lo exhibe tras un apropiado cristal protector. Dicho cristal ha desempeñado un papel importante en la representación en que dos jóvenes mujeres han implicado a dicho cuadro el 14 de octubre de 2022. El resultado fue un suceso entre grotesco y cómico, pero da pie para darse el gusto de reflexionar sobre los recursos sociales y económicos que deberían dedicarse al patrimonio, sobre la función política y artística de la iconoclastia más, por último, sobre la función de los museos en la actualidad. Muchas cosas que trataré muy de pasada. 

La finalidad de la representación a la que me refería era protestar (toda protesta política es una especie de representación), concretamente protestar contra el deterioro del medio ambiente y contra las penurias económicas que pasa la gente. A raíz de la tal protesta, ya se puede encontrar en las redes que por qué dedicar tanto dinero al arte y al patrimonio cuando se dedica tan poco a que la gente pueda comer (sobre este asunto concreto recomiendo el artículo de Munoz-Darde In the Face of Austerity: The Puzzle of Museums and Universities y mi artículo Por qué seguir gastando en cultura en tiempos de crisis). La representación consistió en lanzar latas de sopa de tomate contra el cuadro de Van Gogh (en realidad, contra el cristal que lo protege). No es difícil saber que las latas de sopa de tomate son las más artísticas gracias a las serigrafías de Warhol, ni que son, por tanto, las más apropiadas para lanzarse contra un van Gogh.

Es evidente que la protesta consistió en un ejemplo de iconoclastia estetizante. Este tipo de iconoclastia es el único admisible entre gentes civilizadas, porque si la iconoclastia es literal, o sea, brutal destrucción de imágenes sagradas o artísticas, pocos adeptos ganaría para su causa (espero). En fin, es fácil imaginar nuestra protesta como una performance en la que artistas-actrices que encarnan a aguerridas doncellas, se oponen a la prostitución consumista (la lata de sopa Campbell) y a un arte banalizado convertido en objeto de consumo (la serigrafía de Warhol, los Girasoles de Van Gogh). De esa forma, la protesta sería ella misma una manifestación artística viva realizada en un museo (uno de los más importantes además), obra de arte nueva que parasita el arte para fines no artísticos (el cambio medioambiental, la política), porque en realidad no hay fines artísticos importantes para el arte desde la época de su reproductibilidad técnica. Es lógico que la iconoclastia traslade su objetivo de la religión al patrimonio artístico, pues este es uno de los pocos objetos sagrados que quedan en la sociedades contemporáneas. Quizás, además, le quede poco tiempo dado que la tecnología de los NFT aplicada al arte se antoja un último recurso. Lo sagrado, en fin, es intocable y frágil; las obras maestras lo son, no pueden manipularse. Al contrario que el arte de masas (pósters, series, libros), las obras maestras son objetos insustituibles,  dotadas de ese "aura" que explica su alto precio pero que nunca lo iguala. 

Llamar "terroristas" a las activistas sería completamente excesivo para un acción que resultó ser, desde el principio, inofensiva gracias al conocido aunque invisible cristal. Y eso que aterrorizaron 'a las redes', a los 'pantallovidentes' que hacemos de burgueses epatados en una oportuna reedición de las Guerrilla Girls. Tras lanzar las sopas, las jovencísimas atacantes ataviadas con camisetas de sus patrocinadores (Just Stop Oil), se untaron las manos con pegamento y se pegaron a la pared. Posiblemente en el cristal el pegamento no hubiera surtido el efecto deseado. De todas formas, el significado simbólico de esta segunda parte de la representación formaba parte de un guión ya conocido, pues simbólicamente equivalía a pegarse a la pintura como habían hecho unos días antes (el 9 de octubre) otros dos activistas con el cuadro de Picasso Masacre en Corea, expuesto temporalmente en la National Gallery de Melbourne. En una época en que la piel es tan importante (es lienzo del tatuaje, es expresión de compromiso ineludible: "voy a dejarme la piel"), pegarse al lienzo implicaría que hay que elegir entre este o la piel, entre la cosa y la persona, entre el valor de la obra de arte (solo dinero, presupone el mensaje del activista), o las altas finalidades que el activista preconiza (el medio ambiente limpio, o la justicia social p. ej. ). De manera artística se expone así un pretendido dilema: o se escoge proteger el arte y el patrimonio, o se escoge el medioambiente y la justicia social. El dilema es falso, igual que el pegado de las manos a la obra o el atentado contra la misma, pues ni el Van Gogh ni el Picasso resultaron dañados. Lo que no es falso es lo importante, esto es, la protesta, la representación y el mensaje. 

Tal representación de la protesta (indistinguible de la misma como ya dije), no solo incluye a las dos activistas, sino a un nutrido grupo de periodistas y fotógrafos que habían sido convenientemente avisados, así como guardias de seguridad que dieron a las activistas el tiempo necesario para ejecutar su protesta, que incluía también un breve parlamento sobre sus motivos. Todos ellos parecen ser, como el cuadro de van Gogh, también parte de la representación. Resulta sorprendente que la gerencia de la National Gallery desconociera todo lo que iba a suceder e, incluso, que en alguna medida no lo consintiera. Al fin y al cabo, las protestas políticas instrumentalizando obras de arte no serían, según muchos artistas, ilegítimas dados los fines políticos que el arte debe tener (sean estos transición ecológica, o igualdad de género, el fin concreto es ahora lo de menos). Sin embargo, hay una diferencia significativa cuando no es el creador de la obra quien propone esa interpretación o uso de la misma, y ni siquiera cuando se defiende usar como altavoces meras obras de arte. Hay una diferencia cuando las obras de arte han sido "patrimonializadas" esto es, cuando la sociedad primero y el Estado después (o a la vez), escoge determinados bienes como dignos de protección jurídica en cuanto pertenecientes a un acervo común, acervo vinculado a la identidad nacional o a las contribuciones de esa nación a la cultura de la humanidad. Entonces ya es incorrecto destruir, o alterar siquiera, al bien patrimonial como parte de una acción estética o política. Esto es lo que albergan los museos, lo que difunden y protegen: patrimonio. Ahora bien, el episodio de Los girasoles y la sopa de tomate coincide con una nueva definición de museo propuesta por el Consejo Internacional de Museos (ICOM) el agosto pasado. La anterior definición rezaba así: "un museo es una institución sin ánimo de lucro, permanente y al servicio de la sociedad, que investiga, colecciona, conserva, interpreta y exhibe el patrimonio material e inmaterial". La actual añade "abiertos al público, accesibles e inclusivos, los museos fomentan la diversidad y la sostenibilidad. Con la participación de las comunidades, los museos operan y comunican ética y profesionalmente, ofreciendo experiencias variadas para la educación, el disfrute, la reflexión y el intercambio de conocimientos».  Salta a la vista en la nueva definición que los museos (léase su gerencia) tienen la obligación deontológica de fomentar "la diversidad y la sostenibilidad". Es posible que todavía no sepamos muy bien cómo hacerlo e, incluso, si debe hacerse (la nueva definición reunió 487 votos a favor pero 23 en contra y 17 abstenciones). Sospecho que ni alentar ni consentir acciones como la perpetrada en la National Gallery sea la forma adecuada, por más que Los girasoles de Van Gogh y las latas de sopa Cambell de Wharhol, así como los museos que los alberguen, salgan con ello en primer plano. 


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