El ruego de Santa Mónica

 

      Tumba de San Agustín y de Boecio. San Pietro in Ciel d'Oro, Pavía


Al final del año vuelve a ser un poco noviembre, el mes de los difuntos, porque los medios de comunicación nos recordarán qué famosos desaparecieron durante 2023. En https://es.wikipedia.org/wiki/Categor%C3%ADa:Fallecidos_en_2023 está la categoría de personas fallecidas en el año, la cual reúne doce páginas (son miles y miles más, obviamente). La revista Diez Minutos https://www.diezminutos.es/famosos-corazon/famosos-espanoles/g42383004/famosos-muertos-2023/ recopila famosos (para los españoles) que fallecieron durante el año. Entre ellos Antonio Gala, Sánchez Dragó, Francisco Ibáñez, María Jiménez, Carmen Sevilla, Pedro Solbes, Berlusconi, y bastantes más. Descansen todos en paz. 


¿Y el patrimonio cultural? ¿puede descansar en paz? Este tradicional buen deseo de los vivos hacia los muertos no es trivial. Existen edificios, los panteones, que son doblemente patrimonio porque albergan las tumbas de quienes su prestigio merece ser conservado. Para que el panteón, como institución y monumento, tenga éxito se requiere que las personas allí enterradas sean inatacables, intocables, revestidas del halo sagrado que las mantiene al margen de descalificaciones. Tienen que suscitar admiración, respeto y misterio compartidos por todos. Los panteones, homenajes al maravilloso panteón de Agripa, reúnen etimológicamente a “todos los dioses” (Πάνθειον), lo cual requiere un relato compartido”, esto es, que cualquiera cuente de ellos la misma historia. Según el modelo arquitectónico romano, y en lo que iba a ser iglesia de Santa Genoveva, el Panteón de París se propone como templo laico donde rendir culto a personalidades cuasi-santas de la cultura, sea Voltaire, Rousseau, Victor Hugo o Zola (https://es.wikipedia.org/wiki/Panteón_de_Par%C3%ADs).


En nuestro país, sobra decirlo, un relato compartido es difícil. En Sevilla existe el Panteón de los Sevillanos Ilustres, en la cripta de la Iglesia de la Anunciación, ahora parte de la Universidad de Sevilla. Su origen está en varios azares históricos, que pasan por la expulsión de la orden jesuita en 1767 o el saqueo de templos y conventos durante la invasión francesa (https://bellasartes.us.es/panteon-de-los-sevillanos-ilustres). El caso es que, junto a las Setas de la Plaza de la Encarnación descansan los restos de Becquer, Lista, Amador de los Ríos, Arias Montano, o Cecilia Bölh de Faber (Fernán Caballero), la última personalidad incorporada al panteón. En Madrid hay un casi desconocido Panteón de España (https://www.patrimonionacional.es/visita/panteon-de-espana), que nunca ha disfrutado de ese relato compartido, tampoco ahora que la Ley 20/2022,  de Memoria Democrática, lo denomina así en lugar de Panteón de Hombres Ilustreshttps://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-2022-17099. El artículo 55.2 de dicha ley declara que “el Panteón de España es un lugar de memoria democrática que tendrá por finalidad mantener el recuerdo y proyección de los representantes de la historia de la democracia española, así como de aquellas personas que hayan destacado por sus excepcionales servicios a España en la garantía de la convivencia democrática, la defensa de la paz y los derechos humanos, así como el progreso de la ciencia o la cultura en todas sus manifestaciones”. El antiguo Panteón de Hombres Ilustres es un edificio ecléctico, de nuevo en el solar de una antigua iglesia, ilustrando otra vez la dificultad de encontrar representaciones patrimoniales de una sacralidad no religiosa. Concebido para albergar próceres decimonónicos (Muñoz-Torrero, Sagasta, Cánovas o Canalejas), dudo que la actual Ley de Memoria Democrática lo libre de su carácter político. 


En Japón existe el reconocimiento de tesoro nacional viviente para las personas capaces de preservar artesanías o artes tradicionales (Bambling 2005). Estos tesoros nacionales configuran una suerte de panteón viviente del patrimonio cultural inmaterial.  ¿Podrían existir bienes patrimoniales con ese aura de sacralidad, ese significado de valor incontestable que han de tener quienes descansen en la morada de todos los dioses? Hablo así de un panteón patrimonial, un conjunto de elementos con un nivel superior de patrimonialización tales que  estarían a salvo de toda crítica, de toda interpretación controvertida, de toda instrumentalización e, incluso, significación política. A salvo, también, de las sombras de las injusticias y miserias que, seguro, existieron en su origen; a salvo, pues, de sus autores, de sus mecenas y sus dioses. ¿Existe algo así que no sea el irónico museo-mausoleo de Adorno? En el Decreto de 24 de julio de 1959 que constituía el Ministerio de Cultura, Malraux afirmaba que su misión incluía poner al alcance de los franceses “las obras capitales de la humanidad”. Tales obras, o algunas de ellas, pertenecerían a ese panteón patrimonial. Pero desde entonces el enfoque de los estudios críticos del patrimonio nos dice que éste, el patrimonio, no es más que discurso autorizado por una sociedad determinada, un producto cultural más. Esto cuadra con que Santa Sofía, en Estambul, vuelva a ser una mezquita desde agosto de 2020, después de haber sido un museo desde 1935.  Las listas de patrimonio de humanidad que elabora Unesco podrían asemejarse a ese panteón, pero muchos de esos elementos no reposan en paz, como prueba Santa Sofía, Patrimonio de la Humanidad desde 1985. Nuestra coloquialmente llamada “Mezquita” tampoco está libre de controversias sobre su nombre ni su modelo de gestión. Y, desde luego, actualmente se duda de muchas estatuas a causa de a quienes representan, o de muchos cuadros o novelas a causa de sus autores. 


El patrimonio, en la conocida definición de Unesco, es el legado que recibimos del pasado. En el caso del patrimonio material, lo recibimos casi siempre de personas ya fallecidas, algunas hace siglos. San Agustín reproduce en sus Confesiones (IX, 11) las palabras que su madre, Santa Mónica, pronunció en su lecho de muerte: “depositad este cuerpo mío en cualquier sitio, sin que os dé pena. Solo os pido que donde quiera que estéis, os acordéis de mí ante el altar del Señor”.  Propongo interpretar esta súplica de Santa Mónica, concretamente la expresión ante el altar del Señor, como el ruego de que, una vez fallecidos, no se nos recuerde para denigrarnos, para usar nuestra memoria en nuestro propio descrédito. Y más aún quizá, Santa Mónica rogaría que no se nos recuerde en lo malo que hicimos, esto es, pide misericordia. Así que los panteones de hombres y mujeres ilustres serían un intento de hacerle caso. Hablando del patrimonio cultural me temo que nuestros ruegos serán en vano, porque el uso espurio del patrimonio es inevitable. Por otro lado, el breve texto de San Agustín suscita un pregunta ética cuya respuesta, indirectamente, podría aclarar las condiciones de posibilidad del panteón patrimonial. 


La cuestión estriba en si es moralmente aceptable recordar mal a los muertos, o recordar lo malo de los muertos. Para empezar, vale la pena advertir con Adam Smith que también empatizamos con ellos, esto es, podemos ponernos en el lugar de los fallecidos e imaginar sus padecimientos (“It is miserable, we think, to be deprived of the light of the sun; to be shut out form life and conversation; to be laid in the cold grave, a prey to corruption and the reptiles of the earth”. Teoría de los Sentimientos Morales, I, 1). Según Smith, la capacidad de empatizar con los demás es la clave de bóveda del edificio moral. Mediante esta posibilidad de ponernos imaginativamente en el lugar de los otros podemos hacer juicios morales. Los muertos, claro, no se libran así de que les juzguemos, por más que ya no puedan defenderse ni justificarse ni, tampoco, arrepentirse o reparar el mal cometido. Por eso, para el dañado por el fallecido, recordarle ante el altar del Señor, al margen de toda condena moral, no es ni mucho menos un deber, sino un acto supererogatorio. Por tanto es coherente que Santa Mónica hiciera solo un ruego. El recuerdo del mal que hicieron los muertos forma un mundo, dice Rulfo en Pedro Páramo (1983, pp. 103): “y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo”. La madre de Juan Preciado, que no era santa, le dice “el olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.  Pedro Páramo, fallecido hace ya mucho, seguía siendo “un rencor vivo”, tal como le dicen a Juan poco después (p. 106). El muerto ha dejado cosas vivas, entre otras el mal causado. Sería demasiada carga exigir moralmente que no se recuerde al causante por el mal que sigue afligiendo. Sin embargo, ¿qué utilidad (qué valor moral) tiene guardar rencor a los muertos?  


Para evitar que la historia se repita, la Ley 20/2022 de Memoria Democrática persigue “preservar y mantener la memoria de las víctimas (de la Guerra de España [sic] y la dictadura franquista)” . Pero, seamos claros, mantener la memoria de las víctimas implica mantener también la de los victimarios. ¿Acaso es malo? En todo caso, alimentar la memoria no debería conducirnos al resentimiento, esa forma de auto-envenenamiento consistente en revivir indefinidamente ilusiones de venganza (Scheler 1994), o sea, el rencor vivo que era el muerto Pedro Páramo. Para eliminar ese riesgo de resentimiento, los pocos bienes incluidos en el panteón patrimonial no deberían tener una función conmemorativa, esto es, habrían de ser meramente homenajes a sí mismos, en lugar de recuerdos de personas o acontecimientos históricos. Para muchos, esto sería tanto como reducir el patrimonio a mero objeto estético o arqueológico. Pero también es la aspiración a liberar el patrimonio cultural de las cadenas de su pasado, constituyéndolo en inspiración de futuro. En eso consiste, hablando del patrimonio, el ruego de Santa Mónica.


Referencias

Bambling, M. (2005). "9 Japan’s Living National Treasures Program: The Paradox of Remembering". In Perspectives on Social Memory in Japan. Leiden, The Netherlands: Brill. https://doi.org/10.1163/9789004213739_011

Rulfo, J. (1983). Pedro Páramo. Madrid: Cátedra

San Agustín (1990). Confesiones. Madrid: Alianza

Scheler, M. (1994, 1912). On Ressentment. Marquette University Press 

Smith, A. (2000, 1759). The Theory of Moral Sentiments. Nueva York: Prometheus Books. 

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